Siracusa se levantó del
tumulto de cartones que improvisaban la cama. Hacía ya dos días que Arquímedes
se había ido para limpiar la zona y así continuar con la búsqueda del
chip/batería que activara el dispositivo Eureka, un pequeño cilindro metálico
que, según se creía, contenía información sobre la restricción impuesta a la
isla por parte de la comunidad internacional hacía ya más de treinta y cinco
años, estableciendo un embargo a su economía y así sumirla en la crítica
situación actual. Siendo apenas una niña de 12 años, era la líder de la
rebelión. Había robado el artefacto, burlando la seguridad del complejo C-1, un
edificio gubernamental plagado de militares.
Se arrinconó cerca de la ventana. Puso en
función la cajita de música. La suave melodía le traía recuerdos.
Un ruido en la puerta.
Se apartó de la ventana y sacó la pistola de
clavos decidida a disparar.
—«Ay de los niños que se rebelan contra su
padre y abandonan caprichosamente la casa paterna, nada bueno puede sucederles
en el mundo, y tarde o temprano acabarán por arrepentirse amargamente».
Siracusa bajó la improvisada arma,
ordenándole a la otra persona que ingresara.
Arquímedes, un negro corpulento y de largos
rastas multicolores, dejó caer la gabardina al suelo. De sus bolsillos sacó un
libro.
—Nos ha funcionado muy bien —señalándolo, le
sonrió a la niña.
—¿Qué
noticias hay?
—No muy buenas. Los militares formaron un
cordón bloqueando el paso hacia el oeste de la ciudad. Conocí a un hacker del
gueto. Cuando le mencioné que soy parte de la rebelión, me dijo que podía
ingresar a la base de datos del sistema de seguridad del gobierno.
—¿Cómo podemos estar seguros que eso es
verdad? ¿Mostró alguna prueba?
—Tiene una Samsara moksha.
Tal vez sea la única máquina de su tipo que quede en el mundo. Puede rastrear cualquier
señal que el gobierno haya transmitido hace 35 años.
—Y sin embargo sigo pensando que no es buena
idea entregarle los códigos de acceso a cualquier persona.
—Corrió un riesgo al conversar conmigo. Sabemos
que la gente tiene miedo de enfrentar a la autoridad, los militares son
implacables. Has sido testigo de varias ejecuciones.
—Está bien —resolvió la niña después de
pensarlo— ¿Cuándo podemos verlo?
—Después de la medianoche, durante el cambio
de guardia de los soldados. —Arquímedes buscó debajo de los tablones del piso y
sacó un recipiente con varias ampollas— Otra cosa, el muchacho pidió esto a
cambio, un poco de morfeo.
Caminó hacia la niña separando tres ampollas
que guardó en su bolsillo.
—No importa lo que pida mientras nos dé lo
que queremos.
El morfeo, alucinógeno elaborado en
laboratorios clandestinos, fue el sustituto de la comida. Una vez inyectado, la
persona se saciaba en un lapso de diez minutos, el efecto duraba menos de una
hora, sin embargo sólo estaba al alcance de unos pocos. Siracusa, acostumbrada
a las normas de sus padres, mantenía en secreto su dieta, de vez en cuando
bebía de una botella pequeños sorbos de un líquido espeso. El morfeo le
resultaba insípido.
Arquímedes asomó su rostro por la ventana,
echó un ligero vistazo y cerró los postigos. Cuando se acomodó en el suelo,
jeringa y ampolla en mano, se inyectó el morfeo.
—Hasta más tarde —balbuceó antes que se
apagara su voz.
Siracusa hizo sonar de nuevo la cajita de
música.
Salieron del edificio a la medianoche. Ocultándose
de la mirada de los militares, caminaron por las calles desoladas, de vez en
vez se ocultaban tras la chatarra de los VANT (vehículo aéreo no tripulado)
usados por el gobierno para espiar los sectores más conflictivos. El camino se
abría entre hogueras y estañones. Alcanzaron la malla metálica que albergaba
tras ella el gueto. Arquímedes cortó un trozo con la tenaza.
Un ruido les alertó. Los pasos se acercaron,
tras ellos el rugido de vehículos pesados. Arquímedes tomó a la niña del brazo
y se escurrieron entre un puñado de escombros, afinaron el oído: «¡Por aquí!
Hay que detener a esos hijos de puta».
El
negro sacó la cabeza. Visualizó la silueta de un hombre que corría hacia la
puerta del edificio en el que se habían estado ocultando.
—Van por nosotros —se lamentó el
guardaespaldas de la niña.
—No son soldados, son rastreadores.
A pesar de la pobreza casi extrema en la que
estaba la isla, un grupo de autodenominados rastreadores
simpatizaba con el gobierno, daban cacería a todo individuo que atentara
contra sus políticas a cambio de cierta cantidad de alimentos.
—En el edificio se escondía aquella familia
de gitanos ¿recuerdas? —Arquímedes asintió— El señor tenía planeado un asalto. Su
plan era hacerse con varias armas para montar una guerrilla.
Vieron salir del edificio a tres hombres
cargando un par de niñas que lloraban, a ellos se acercó un grupo de militares
que las tomó. Se alejaron con las niñas. Una de ellas sacó una pelota de su
camisa, alguien del grupo gritó antes de echar a correr. Se hizo un haz
luminoso, le siguió una explosión que alcanzó a todos los que estaban cerca.
Algunos cuerpos ardían, otros yacían abatidos.
—¡Vamos! —dijo Siracusa.
Corrieron hacia la malla y se metieron por
el hueco que Arquímedes había hecho en ella. No se detuvieron hasta alcanzar un
callejón bordeado por dos hileras de caserones. Trataron de no llamar la
atención cuando varios vecinos salieron de sus habitáculos para curiosear.
Una especie de bar, decorado con los restos
de viejas computadoras, se abría paso entre varias carpas. En la puerta se
toparon con un ser obeso, de cabeza rapada y mirada fría, cantaba con tristeza,
su voz y labios pintados indicaban, tal vez, que se trataba de una mujer.
Estaba sobre una mesa de billar.
—¿Qué quieren? —les preguntó.
—Necesitamos ingresar, es urgente —respondió
Arquímedes.
—¿Urgente? Tal y como están las cosas en la
isla todo es urgente.
Siracusa, atenta a los detalles del
maltrecho edificio, leyó una frase que alguien había escrito en una de las
paredes, inmediatamente la reconoció.
«LO QUE HOY SOMOS DESCANSA EN
LO QUE AYER PENSAMOS»
—Eso que está escrito a su espalda, —señaló
con el dedo la pequeña— esa frase es mía, ¿quién la puso ahí?
—¡A ver! ¡A ver! —Se exaltó la mole de carnes
sosas— Una mocosa viene a mi bar y cuestiona una frase que cree suya empañando
la sabiduría de la gran Siracusa ¡como que algo no encaja!
—¿Gran Siracusa?
La niña, estupefacta, soltó un chillido
burlón que fue silenciado cuando la dueña del bar golpeó violentamente la mesa
de billar.
—¡Tranquila, señora! —Intervino Arquímedes—
¿puedo saber cómo se llama usted?
-Aquí me llaman Madame Lyssa y jamás he
permitido que se burlen de mí.
-Madame Lyssa, la entiendo, pero la pequeña
se carcajeó porque ella es Siracusa, la gran Siracusa como la acaba de llamar
usted.
Absorta por aquello, Madame Lyssa devoró con
su mirada a la pequeña, luego al rastafari.
—¿Qué mierda pasa aquí? ¿Qué clase de
bromistas son ustedes dos? ¡Lárguense!
—¡Son mis invitados!
Dijo el tipo que salió del bar. Tenía varios
tatuajes pequeños en su cara y llevaba un sombrero de copa negro. Un collar
hecho con microchips colgaba de su cuello. Se acercó hasta ellos.
—Dicen la verdad, Madame Lyssa. La pequeña es
Siracusa, la líder de la rebelión que tanto apoyamos. Vienen porque necesitan
de mi ayuda —guiñó un ojo.
Al rato, con cierto esfuerzo, se levantó de
la mesa. Una extraña mueca trazó una vaga sonrisa en los labios de Lyssa.
—Con que Siracusa. Si Stromboli lo dice le
creo.
Al ingresar, el olor a cigarro y cerveza los
rodeó, pero nadie fumaba ni bebía. Las personas permanecían sentadas en mesas
distribuidas a lo largo y ancho del lugar, miraban hacia las paredes, los
monitores proyectaban imágenes de gente que sí bebía y fumaba. Siracusa notó que
nadie ahí adentro advirtió sus presencias.
—¿Qué les pasa? —preguntó.
—Como el gobierno prohibió el vicio, aquí nos
dimos a la tarea de recrear un bar como en los viejos tiempos, pero un bar sin
cerveza o tabaco no significa nada, —se carcajeó Stromboli— entonces una joven
que estudiaba ingeniería química tuvo la ocurrencia de fabricar un sedante
llamado yoganidra que mediante imágenes lograra estimular los sentidos fusionando
la ilusión con la realidad.
—¿Cómo consiguieron activar los monitores?
—Preguntaba Arquímedes— ¿qué hay de las imágenes?
—Igual que lo hacíamos antes: robando la
señal. Los controles de seguridad informática del gobierno no son tan fuertes
como pensábamos, sólo hay que tener la herramienta necesaria para vulnerarlos. Desviamos
la señal satelital del gobierno y nos conectamos con la pequeña red interna que
creé.
—Pero los monitores, ¿cómo las activaron? —insistió
el otro.
—Esos viejos monitores estaban programados
para reciclar su propia luz y ahorrar energía, los conectamos a una batería de
los VANT, así han empezado a realimentarse con su propia luz, algo parecido al fotovoltaje.
—¿Si tienen el yoganidra para qué necesitan
el morfeo? —cuestionó Siracusa.
—Hasta donde sé no funciona para aplacar el
hambre, o por lo menos darnos la ilusión de saciedad. Por cierto, ¿lo traen?
Arquímedes entregó las ampollas.
Ingresaron a un salón donde un bombillo emitía
una débil luz. La Samsara moksha estaba sobre una mesa. Stromboli se sentó frente a ella y digitó
su contraseña de acceso, dio click sobre un arcoíris, al instante se abrió una ventana
verde. Stromboli solicitó los códigos de acceso. Siracusa aún dudaba. El hacker
entendió que a la pequeña líder no le era fácil entregar algo tan delicado, entonces
se dirigió hacia un cuarto que estaba al fondo del salón y regresó con una niña
bastante delgada, la carne apenas revestía sus huesos, casi de la edad de
Siracusa. Stromboli tomó una de las ampollas y una jeringa.
—¿Le va inyectar morfeo? —preguntó el
rastafari con cierto temor.
—Eso mismo. Es mi hija, Alicia. No come desde
hace dos días, por eso les ayudo, denle las gracias a ella.
—Pero es peligroso, la dosis podría matarla
en el estado que ella se encuentra —le advirtió Arquímedes.
—Hay que correr riesgos.
Inyectó el líquido en la vena de la pequeña,
al momento esta cayó desvanecida, parecía que sonreía. La devolvió al cuarto.
Siracusa entendió que aquel hombre se jugaba
mucho ayudándolos. Cuando Stromboli se hubo sentado de nuevo frente a la
computadora, le dio la información. Al digitarla apareció una barra de carga.
—No debería tomar más de cinco minutos. El
arcoíris es un virus que burla las defensas de cualquier sitio web.
Siracusa miró a su protector ilusionada.
En la pantalla aparecieron varias carpetas,
una en particular llamó la atención de los intrusos. No tenía nombre y en vez
de ello una secuencia de números rellenaba el espacio a la ligera. Stromboli
dio click, al momento aparecieron varios archivos, revisaron uno por uno, hasta
dar con lo que buscaban. Apretaron los dientes.
—La Casa del Gran Arquitecto, era una escuela
de robótica —dijo el hacker después de leer.
Se
disculpó con ellos y salió.
La pequeña y su protector notaron un
silencio sospechoso.
—Vaya al cuarto, ¡rápido! —le dictó el negro
a su protegida.
Siracusa obedeció. A su espalda el grito colérico
de Arquímedes. Dos hombres atacaron al rastafari, que se defendió apuñalando a
uno, al otro lo golpeó en el cráneo. La niña brincó sobre las camas,
soslayadamente miró a su alrededor: un grupo de niñas dormía en el piso,
algunas tenían una abertura quirúrgica en el torso. Varias detonaciones
resonaron en el salón. Miró una ventanilla que se abría en lo alto de una
pared, arrastró un banquito y escapó.
Corrió por el patio, alcanzó la malla que
separaba el gueto con la calle principal. Varias patrullas rodeaban la zona. Se
refugió dentro de la casita de un perro. Buscando respuestas a lo ocurrido,
entendió que les habían tendido una trampa. Cuando tuvo el chance de escapar,
un mareo precipitó su cuerpo Al ponerse en pie volvió a tambalearse, esta vez
se sostuvo con fiereza mientras el ruido de las alarmas inundaba sus oídos. Al
cabo de unos minutos fue abordada por un repentino cansancio, entonces cayó de
bruces.
Despertó en una cama de sábanas limpias, a
sus pies estaba un grillo con rostro de anciano. Asustada saltó de la cama. El
anciano le pidió calma, pero Siracusa no podía controlarse.
—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? —preguntó.
—Tranquila, mi niña, debe calmarse primero.
—¡Dígame dónde estoy!
—Me llamo Giuseppe. Esta es mi casa. La ví
tirada cerca del bar de Lyssa, ahí dentro se armó la grande, todos murieron.
De nuevo aquel mareo la embargó. Un
hormigueo trepó por su pecho, en segundos rodeó su rostro. Cuando logró
sosegarse el verbo ocupó su boca.
—¿Por qué está vestido de grillo, Giuseppe?
—Cuando todo era normal me dedicaba a la
pediatría, era un médico de niños. Al irse todo a la m… —abruptamente calló,
sonrió— basura, pensé que debía seguir con mi profesión, pero de otra manera ¡y
qué mejor que hacerlos reír! Realizo funciones acompañado de mis mascotas
Fígaro y Cleo.
Siracusa notó al gato y al perro asomados
por la puerta.
—¿Son peligrosos?
—Para nada. Desde que murió mi esposa, ambos
han sido mi gran compañía, me cuidan. Nunca han atacado a nadie.
Giuseppe se levantó de la cama y la invitó a
desayunar. Aunque Siracusa se negó, lo acompañó a la mesa. No había mucho sobre
la pobre tabla. Giuseppe tuvo la suerte de haber tratado al hijo de un militar
de alto rango, por lo que éste le regalaba de vez en cuando una canasta con
víveres. Le preguntó el nombre a la pequeña, esta dudó de inmediato, tomando
como referencia lo sucedido la última vez, resolvió diciéndole que se llamaba
Cereza, que sus padres habían muerto y se encontraba perdida.
—Mientras dormía susurró algo parecido a
«gran arquitecto», —decía el anciano mientras mojaba las tortillas en el café—
me parecieron interesantes tales palabras en la boca de una niña.
—La Casa del Gran Arquitecto, ¿la conoce?
—¡Por supuesto! Era una escuela de robótica,
pero ahora es un edificio vacío, como muchos otros, ¿qué hay ahí para usted? Si
lo puedo saber.
—Mis padres me pidieron ir ahí. Hablaban
mucho sobre ese lugar.
Giuseppe le dedicó una larguísima mirada mientras
bebía un sorbo de café. Finalmente se limpió los bigotes y asintió con la
cabeza.
—Pues allá iremos, Cereza.
—¿Sabe cómo llegar?
—Está a dos cuadras de aquí.
La tarde lluviosa y lenta asomó con un dejo
de melancolía.
Siracusa cruzó la calle, el guía la esperaba
juntos a sus mascotas del otro lado. Cortaron camino por un callejón donde un
grupo de ratas emprendieron la huida al verlos. Bajaron unos escalones y
bordearon los caseríos del vecindario maloliente. Al salir de ahí, un edificio
de grandes paredes oscuras ocupaba la mitad de la cuadra. El repique de las
gotas en el pavimento resultaba mágico. Una horda de niños jugaba bajo la
lluvia, alguno lloraba al quedar excluido del grupo. Siracusa se enjugó los
ojos, nunca había derramado una lágrima, ni siquiera cuando murieron sus
padres. Giuseppe se paralizó frente a las gradas que subían al corredor del
edificio.
—¿Qué pasa? —preguntó la niña.
—Hasta aquí llega mi camino, Cereza.
—No entiendo.
—Sus
padres le pidieron venir hasta aquí, lo que haya ahí adentro es sólo para usted.
Me despido, Cereza —le estrechó la mano.
Acompañado por sus fieles, Giuseppe
desapareció al doblar por una esquina.
Una sensación se hizo nudo en el pecho de
Siracusa, como si fuera a extrañar a aquel viejo. Sin dejar que eso opacara sus
intenciones, subió hasta alcanzar el atrio principal. Las puertas estaban
cerradas, tal como lo preveía. Cabizbaja, se sentó sobre una pila de ladrillos.
Al fondo de la calle, el ruido de muchos vehículos, seguido de vítores. Los
niños salieron despavoridos perdiéndose entre los callejones. Corrió para
ocultarse tras las columnas que sostenían el tejado. Una de sus piernas se
hundió en el piso, luego su cuerpo, cayendo por un agujero. Tumbada en el
polvoriento suelo, un objeto brillante había llamado su atención. Era una
llave. Al frente, sobre la pared, había una cerradura. Introdujo la llave en el
cerrojo, la pared se abrió como una puerta, dejando al descubierto un túnel que
se alargaba hacia la oscuridad.
Caminó con cautela. La oscuridad cegó su
visión. Siguió hasta sentir que el calor atenazó su cuerpo. Había llegado a un
salón gigantesco, lleno de libros y máquinas. La luz del día caía desde lo alto
de la bóveda de vidrio, la lluvia se deslizaba por ella. Un golpe tras ella: el
túnel había sido sellado por un armario lleno de monitores. Sobre el centro del
salón, rodeado por una alfombra, se alzaba una fuente hecha de cristales.
Siracusa caminó hacia ella. Al pisar la alfombra, los cristales emitieron una
luz azulada, luego un domo de vidrio la encerró. La pequeña temió, gritando con
todas sus fuerzas. La fuente expulsó una bandeja con un molde cilíndrico. Siracusa
recordó el artefacto que llevaba bajo sus ropas, depositándolo en el molde. Al
calzar con éste, los vidrios que la rodeaban descendieron.
—¡Eureka!
Quedó paralizada al escuchar una voz
fantasmal.
La figura de una mujer con alas sobre su
espalda, se materializó frente a su inquieta mirada.
—Soy el Hada Azul —le dijo.
—Yo soy Siracusa.
Las piernas le temblaban. Dentro de su pecho
sentía una bomba.
—¿Qué puedo ofrecerte?
—Antes necesito saber qué eres.
—Un
hada.
—Las hadas no existen.
—Si me ve y me escucha entonces soy lo
suficientemente real.
Los labios del Hada Azul se arquearon.
—No para los humanos —repelió Siracusa.
—Nunca he visto un humano. Sé lo que son y
cómo son, pero nunca he visto uno.
—Yo soy humana.
—No lo eres. No veo patrones agresivos en tu
conducta.
Harta de la discusión sin sentido, Siracusa
fue al grano.
—Antes preguntaste qué podías ofrecerme.
—Puedo ofrecerte la verdad.
—¿Qué verdad?
—Miles de archivos que han almacenado en mi
memoria, muchos de esos archivos corresponden a la historia de éste lugar —repuso
el hada.
—Necesito saber qué fue lo que ocurrió hace
más de treinta y cinco años en la isla.
—¿Por qué lo necesitas?
—Es importante para detener la miseria en la
que vivimos sus habitantes.
—Las cosas no cambiarán mucho aunque te
responda eso. Ustedes viven bajo un sistema programado para la competitividad,
prácticamente son depredadores. El problema no es el hambre.
—¡Sólo quiero la verdad!
Tras el Hada Azul, se encendió una dantesca
pantalla. Las imágenes en ella resultaban irreales para Siracusa: gente
caminando a la libre por las calles, algunos comían en restaurantes y manejaban
vehículos. Había mucho movimiento en los edificios, pero luego observó que
otros que dormían a la intemperie y buscaban comida en los basureros, estos le
resultaron familiares.
—Así era el mundo hace treinta y cinco años,
el hambre siempre ha existido, como lo notaste. Todo fue empeorando cuando la
gente empezó a buscar nuevas formas para que la vida les fuera más sencilla. Compañías
fabricantes de software avanzado, iniciaron investigaciones muy puntuales en
los campos de la robótica y la inteligencia artificial. Dos años después la humanidad
gozaba de la primera simulación cercana a un ser humano, su nombre fue Jonás,
podía realizar cualquier tarea que se le dictara, la demanda fue alta y muchas
copias se fabricaron.
Siracusa observó la imagen de varios hombres
idénticos que caminaban por las calles y realizaban todo lo que las demás
personas realizaban.
El Hada contó que tres años después de la
fabricación de Jonás se dieron las primeras fallas. Un grupo de hackers insertó
en la computadora matriz un programa de libre albedrío, los androides no
lograban diferenciar lo bueno o malo de sus acciones, entonces fueron detenidos
para reciclarlos y modificarlos. Un año después, la misma empresa que fabricó a
Jonás, anunció un nuevo modelo, inmune a programas que no fueran compatibles
con su sistema, más «humano» ahora había una versión femenina. Sustituyeron a
muchas personas en sus trabajos y quehaceres diarios, pero tiempo después un
empleado de la empresa fabricante, quien había estado a la cabeza del proyecto,
vendió información del software a los competidores, fue despedido de inmediato,
su venganza no se hizo esperar: infectó al sistema con un virus, una cuarta parte
de los androides se rebelaron contra los humanos, las revueltas eran en exceso
violentas, entonces los países foráneos interrumpieron sus relaciones
comerciales hasta que las cosas se normalizaran, para el gobierno resultó
imposible porque no distinguían quienes eran humanos entre los androides.
—Ya veo, ¿cómo podemos destruirlos?
—Cuando la segunda generación de androides
falló, los ingenieros de la compañía trabajaron duro para restablecer el sistema.
Un día advirtieron que uno de los prototipos no había sido infectado, por
alguna extraña razón permanecía inmune, poco después descubrieron que tenía una
pequeña anomalía dentro de los programas que habían sido almacenados en su
memoria; había adquirido cierta autonomía sobre su comportamiento. Los
ingenieros descifraron la forma de ingresar a la memoria del singular androide
e instalaron una copia del virus que sólo pudiera ser activada mediante un
micro sistema de algoritmos basados en un programa al que llamaron Palanca.
—¿De qué se trata?
—Una serie de acontecimientos al azar que
trabajan simulando los engranes de una gran máquina, empujándose unos a otros,
dando forma a un suceso que sea el que determine la causa de otro hasta
alcanzar un objetivo.
—¿Cuál?
—El Gran Arquitecto, dueño de la empresa y
fundador del proyecto, pactó con los ingenieros que la Palanca empujaría al
androide hacia el momento oportuno para activar el virus que infectaría el
resto de androides.
—Sólo por curiosidad, ¿cuál es el nombre de
tal androide?
Las alas del hada se abrieron hacia los
costados.
—Creo que ya lo sabes.
La niña cayó de rodillas, sintió hundirse en
el suelo. Sus manos temblaron. Ahora comprendía muchas cosas, su incapacidad
para desarrollar llanto, para comportarse como los demás. Su dolor, pensó, era
una simulación barata, igual pasaba con sus miedos. Se recompuso a medias.
—Todo ha sido falso en mi vida.
—¿Estás dispuesta a pagar el precio por algo
que no podrá evitarse?
—¿A qué te refieres?
—Podrán ser destruidos todos los androides,
pero sus normas pertenecen a otro sistema, por lo tanto el problema real
continuará. Los humanos nunca serán felices ¿para ti qué es la felicidad?
—Una lágrima.
La voz de Siracusa fue firme.
—He terminado —dijo el hada fragmentándose en
múltiples rayos luminosos.
La pequeña sacó la pistola de clavos que
guardaba en sus ropas. Apuntó a su cabeza. Sus recuerdos provocaron una
sensación de alivio, entonces apretó el disparador. Un hilito rojo manaba del
agujero por donde se había alojado el clavo. Sobre una mejilla resbaló una
lágrima, al tiempo que en la pantalla apareció la imagen de Arquímedes, bajo
ella se leía «androide portador de la
palanca».