domingo, 9 de abril de 2017

La Palanca

Siracusa se levantó del tumulto de cartones que improvisaban la cama. Hacía ya dos días que Arquímedes se había ido para limpiar la zona y así continuar con la búsqueda del chip/batería que activara el dispositivo Eureka, un pequeño cilindro metálico que, según se creía, contenía información sobre la restricción impuesta a la isla por parte de la comunidad internacional hacía ya más de treinta y cinco años, estableciendo un embargo a su economía y así sumirla en la crítica situación actual. Siendo apenas una niña de 12 años, era la líder de la rebelión. Había robado el artefacto, burlando la seguridad del complejo C-1, un edificio gubernamental plagado de militares.

   Se arrinconó cerca de la ventana. Puso en función la cajita de música. La suave melodía le traía recuerdos.

   Un ruido en la puerta.

   Se apartó de la ventana y sacó la pistola de clavos decidida a disparar.

  —«Ay de los niños que se rebelan contra su padre y abandonan caprichosamente la casa paterna, nada bueno puede sucederles en el mundo, y tarde o temprano acabarán por arrepentirse amargamente».

   Siracusa bajó la improvisada arma, ordenándole a la otra persona que ingresara.

   Arquímedes, un negro corpulento y de largos rastas multicolores, dejó caer la gabardina al suelo. De sus bolsillos sacó un libro.

  —Nos ha funcionado muy bien —señalándolo, le sonrió a la niña.

  ¿Qué noticias hay?    

  —No muy buenas. Los militares formaron un cordón bloqueando el paso hacia el oeste de la ciudad. Conocí a un hacker del gueto. Cuando le mencioné que soy parte de la rebelión, me dijo que podía ingresar a la base de datos del sistema de seguridad del gobierno.

  —¿Cómo podemos estar seguros que eso es verdad? ¿Mostró alguna prueba?

  —Tiene una Samsara moksha. Tal vez sea la única máquina de su tipo que quede en el mundo. Puede rastrear cualquier señal que el gobierno haya transmitido hace 35 años.

  —Y sin embargo sigo pensando que no es buena idea entregarle los códigos de acceso a cualquier persona.

  —Corrió un riesgo al conversar conmigo. Sabemos que la gente tiene miedo de enfrentar a la autoridad, los militares son implacables. Has sido testigo de varias ejecuciones.

  —Está bien —resolvió la niña después de pensarlo— ¿Cuándo podemos verlo?

  —Después de la medianoche, durante el cambio de guardia de los soldados. —Arquímedes buscó debajo de los tablones del piso y sacó un recipiente con varias ampollas— Otra cosa, el muchacho pidió esto a cambio, un poco de morfeo.

   Caminó hacia la niña separando tres ampollas que guardó en su bolsillo.

  —No importa lo que pida mientras nos dé lo que queremos.

   El morfeo, alucinógeno elaborado en laboratorios clandestinos, fue el sustituto de la comida. Una vez inyectado, la persona se saciaba en un lapso de diez minutos, el efecto duraba menos de una hora, sin embargo sólo estaba al alcance de unos pocos. Siracusa, acostumbrada a las normas de sus padres, mantenía en secreto su dieta, de vez en cuando bebía de una botella pequeños sorbos de un líquido espeso. El morfeo le resultaba insípido.

   Arquímedes asomó su rostro por la ventana, echó un ligero vistazo y cerró los postigos. Cuando se acomodó en el suelo, jeringa y ampolla en mano, se inyectó el morfeo.

  —Hasta más tarde —balbuceó antes que se apagara su voz.

   Siracusa hizo sonar de nuevo la cajita de música.

   Salieron del edificio a la medianoche. Ocultándose de la mirada de los militares, caminaron por las calles desoladas, de vez en vez se ocultaban tras la chatarra de los VANT (vehículo aéreo no tripulado) usados por el gobierno para espiar los sectores más conflictivos. El camino se abría entre hogueras y estañones. Alcanzaron la malla metálica que albergaba tras ella el gueto. Arquímedes cortó un trozo con la tenaza.

   Un ruido les alertó. Los pasos se acercaron, tras ellos el rugido de vehículos pesados. Arquímedes tomó a la niña del brazo y se escurrieron entre un puñado de escombros, afinaron el oído: «¡Por aquí! Hay que detener a esos hijos de puta».

   El negro sacó la cabeza. Visualizó la silueta de un hombre que corría hacia la puerta del edificio en el que se habían estado ocultando.

  —Van por nosotros —se lamentó el guardaespaldas de la niña.

  —No son soldados, son rastreadores.

   A pesar de la pobreza casi extrema en la que estaba la isla, un grupo de autodenominados rastreadores simpatizaba con el gobierno, daban cacería a todo individuo que atentara contra sus políticas a cambio de cierta cantidad de alimentos.

  —En el edificio se escondía aquella familia de gitanos ¿recuerdas? —Arquímedes asintió— El señor tenía planeado un asalto. Su plan era hacerse con varias armas para montar una guerrilla.

   Vieron salir del edificio a tres hombres cargando un par de niñas que lloraban, a ellos se acercó un grupo de militares que las tomó. Se alejaron con las niñas. Una de ellas sacó una pelota de su camisa, alguien del grupo gritó antes de echar a correr. Se hizo un haz luminoso, le siguió una explosión que alcanzó a todos los que estaban cerca. Algunos cuerpos ardían, otros yacían abatidos.

  —¡Vamos! —dijo Siracusa.

   Corrieron hacia la malla y se metieron por el hueco que Arquímedes había hecho en ella. No se detuvieron hasta alcanzar un callejón bordeado por dos hileras de caserones. Trataron de no llamar la atención cuando varios vecinos salieron de sus habitáculos para curiosear.

   Una especie de bar, decorado con los restos de viejas computadoras, se abría paso entre varias carpas. En la puerta se toparon con un ser obeso, de cabeza rapada y mirada fría, cantaba con tristeza, su voz y labios pintados indicaban, tal vez, que se trataba de una mujer. Estaba sobre una mesa de billar.

 —¿Qué quieren? —les preguntó.

  —Necesitamos ingresar, es urgente —respondió Arquímedes.

  —¿Urgente? Tal y como están las cosas en la isla todo es urgente.

   Siracusa, atenta a los detalles del maltrecho edificio, leyó una frase que alguien había escrito en una de las paredes, inmediatamente la reconoció.

   «LO QUE HOY SOMOS DESCANSA EN LO QUE AYER PENSAMOS»

  —Eso que está escrito a su espalda, —señaló con el dedo la pequeña— esa frase es mía, ¿quién la puso ahí?

  —¡A ver! ¡A ver! —Se exaltó la mole de carnes sosas— Una mocosa viene a mi bar y cuestiona una frase que cree suya empañando la sabiduría de la gran Siracusa ¡como que algo no encaja!

—¿Gran Siracusa?

   La niña, estupefacta, soltó un chillido burlón que fue silenciado cuando la dueña del bar golpeó violentamente la mesa de billar.

  —¡Tranquila, señora! —Intervino Arquímedes— ¿puedo saber cómo se llama usted?

  -Aquí me llaman Madame Lyssa y jamás he permitido que se burlen de mí.

  -Madame Lyssa, la entiendo, pero la pequeña se carcajeó porque ella es Siracusa, la gran Siracusa como la acaba de llamar usted.

   Absorta por aquello, Madame Lyssa devoró con su mirada a la pequeña, luego al rastafari.

  —¿Qué mierda pasa aquí? ¿Qué clase de bromistas son ustedes dos? ¡Lárguense!

  —¡Son mis invitados!

   Dijo el tipo que salió del bar. Tenía varios tatuajes pequeños en su cara y llevaba un sombrero de copa negro. Un collar hecho con microchips colgaba de su cuello. Se acercó hasta ellos.

  —Dicen la verdad, Madame Lyssa. La pequeña es Siracusa, la líder de la rebelión que tanto apoyamos. Vienen porque necesitan de mi ayuda —guiñó un ojo.

   Al rato, con cierto esfuerzo, se levantó de la mesa. Una extraña mueca trazó una vaga sonrisa en los labios de Lyssa.

  —Con que Siracusa. Si Stromboli lo dice le creo.

   Al ingresar, el olor a cigarro y cerveza los rodeó, pero nadie fumaba ni bebía. Las personas permanecían sentadas en mesas distribuidas a lo largo y ancho del lugar, miraban hacia las paredes, los monitores proyectaban imágenes de gente que sí bebía y fumaba. Siracusa notó que nadie ahí adentro advirtió sus presencias.

  —¿Qué les pasa? —preguntó.

  —Como el gobierno prohibió el vicio, aquí nos dimos a la tarea de recrear un bar como en los viejos tiempos, pero un bar sin cerveza o tabaco no significa nada, —se carcajeó Stromboli— entonces una joven que estudiaba ingeniería química tuvo la ocurrencia de fabricar un sedante llamado yoganidra que mediante imágenes lograra estimular los sentidos fusionando la ilusión con la realidad.

  —¿Cómo consiguieron activar los monitores? —Preguntaba Arquímedes— ¿qué hay de las imágenes?

  —Igual que lo hacíamos antes: robando la señal. Los controles de seguridad informática del gobierno no son tan fuertes como pensábamos, sólo hay que tener la herramienta necesaria para vulnerarlos. Desviamos la señal satelital del gobierno y nos conectamos con la pequeña red interna que creé.

  —Pero los monitores, ¿cómo las activaron? —insistió el otro.

  —Esos viejos monitores estaban programados para reciclar su propia luz y ahorrar energía, los conectamos a una batería de los VANT, así han empezado a realimentarse con su propia luz, algo parecido al fotovoltaje.

  —¿Si tienen el yoganidra para qué necesitan el morfeo? —cuestionó Siracusa.

  —Hasta donde sé no funciona para aplacar el hambre, o por lo menos darnos la ilusión de saciedad. Por cierto, ¿lo traen?

   Arquímedes entregó las ampollas.

   Ingresaron a un salón donde un bombillo emitía una débil luz. La Samsara moksha estaba sobre una mesa. Stromboli se sentó frente a ella y digitó su contraseña de acceso, dio click sobre un arcoíris, al instante se abrió una ventana verde. Stromboli solicitó los códigos de acceso. Siracusa aún dudaba. El hacker entendió que a la pequeña líder no le era fácil entregar algo tan delicado, entonces se dirigió hacia un cuarto que estaba al fondo del salón y regresó con una niña bastante delgada, la carne apenas revestía sus huesos, casi de la edad de Siracusa. Stromboli tomó una de las ampollas y una jeringa.

  —¿Le va inyectar morfeo? —preguntó el rastafari con cierto temor.

  —Eso mismo. Es mi hija, Alicia. No come desde hace dos días, por eso les ayudo, denle las gracias a ella.

  —Pero es peligroso, la dosis podría matarla en el estado que ella se encuentra —le advirtió Arquímedes.

  —Hay que correr riesgos.

   Inyectó el líquido en la vena de la pequeña, al momento esta cayó desvanecida, parecía que sonreía. La devolvió al cuarto.

   Siracusa entendió que aquel hombre se jugaba mucho ayudándolos. Cuando Stromboli se hubo sentado de nuevo frente a la computadora, le dio la información. Al digitarla apareció una barra de carga.

  —No debería tomar más de cinco minutos. El arcoíris es un virus que burla las defensas de cualquier sitio web.

   Siracusa miró a su protector ilusionada.

   En la pantalla aparecieron varias carpetas, una en particular llamó la atención de los intrusos. No tenía nombre y en vez de ello una secuencia de números rellenaba el espacio a la ligera. Stromboli dio click, al momento aparecieron varios archivos, revisaron uno por uno, hasta dar con lo que buscaban. Apretaron los dientes.

  —La Casa del Gran Arquitecto, era una escuela de robótica —dijo el hacker después de leer.

   Se disculpó con ellos y salió.

   La pequeña y su protector notaron un silencio sospechoso.

  —Vaya al cuarto, ¡rápido! —le dictó el negro a su protegida.

   Siracusa obedeció. A su espalda el grito colérico de Arquímedes. Dos hombres atacaron al rastafari, que se defendió apuñalando a uno, al otro lo golpeó en el cráneo. La niña brincó sobre las camas, soslayadamente miró a su alrededor: un grupo de niñas dormía en el piso, algunas tenían una abertura quirúrgica en el torso. Varias detonaciones resonaron en el salón. Miró una ventanilla que se abría en lo alto de una pared, arrastró un banquito y escapó.

   Corrió por el patio, alcanzó la malla que separaba el gueto con la calle principal. Varias patrullas rodeaban la zona. Se refugió dentro de la casita de un perro. Buscando respuestas a lo ocurrido, entendió que les habían tendido una trampa. Cuando tuvo el chance de escapar, un mareo precipitó su cuerpo Al ponerse en pie volvió a tambalearse, esta vez se sostuvo con fiereza mientras el ruido de las alarmas inundaba sus oídos. Al cabo de unos minutos fue abordada por un repentino cansancio, entonces cayó de bruces.

   Despertó en una cama de sábanas limpias, a sus pies estaba un grillo con rostro de anciano. Asustada saltó de la cama. El anciano le pidió calma, pero Siracusa no podía controlarse.

  —¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? —preguntó.

  —Tranquila, mi niña, debe calmarse primero.

  —¡Dígame dónde estoy!

  —Me llamo Giuseppe. Esta es mi casa. La ví tirada cerca del bar de Lyssa, ahí dentro se armó la grande, todos murieron.   

   De nuevo aquel mareo la embargó. Un hormigueo trepó por su pecho, en segundos rodeó su rostro. Cuando logró sosegarse el verbo ocupó su boca.  

  —¿Por qué está vestido de grillo, Giuseppe?

  —Cuando todo era normal me dedicaba a la pediatría, era un médico de niños. Al irse todo a la m… —abruptamente calló, sonrió— basura, pensé que debía seguir con mi profesión, pero de otra manera ¡y qué mejor que hacerlos reír! Realizo funciones acompañado de mis mascotas Fígaro y Cleo.

   Siracusa notó al gato y al perro asomados por la puerta.

  —¿Son peligrosos?

  —Para nada. Desde que murió mi esposa, ambos han sido mi gran compañía, me cuidan. Nunca han atacado a nadie.

   Giuseppe se levantó de la cama y la invitó a desayunar. Aunque Siracusa se negó, lo acompañó a la mesa. No había mucho sobre la pobre tabla. Giuseppe tuvo la suerte de haber tratado al hijo de un militar de alto rango, por lo que éste le regalaba de vez en cuando una canasta con víveres. Le preguntó el nombre a la pequeña, esta dudó de inmediato, tomando como referencia lo sucedido la última vez, resolvió diciéndole que se llamaba Cereza, que sus padres habían muerto y se encontraba perdida.

  —Mientras dormía susurró algo parecido a «gran arquitecto», —decía el anciano mientras mojaba las tortillas en el café— me parecieron interesantes tales palabras en la boca de una niña.

  —La Casa del Gran Arquitecto, ¿la conoce?

  —¡Por supuesto! Era una escuela de robótica, pero ahora es un edificio vacío, como muchos otros, ¿qué hay ahí para usted? Si lo puedo saber.

  —Mis padres me pidieron ir ahí. Hablaban mucho sobre ese lugar.   

   Giuseppe le dedicó una larguísima mirada mientras bebía un sorbo de café. Finalmente se limpió los bigotes y asintió con la cabeza.

  —Pues allá iremos, Cereza.

  —¿Sabe cómo llegar?

  —Está a dos cuadras de aquí.

   La tarde lluviosa y lenta asomó con un dejo de melancolía.

   Siracusa cruzó la calle, el guía la esperaba juntos a sus mascotas del otro lado. Cortaron camino por un callejón donde un grupo de ratas emprendieron la huida al verlos. Bajaron unos escalones y bordearon los caseríos del vecindario maloliente. Al salir de ahí, un edificio de grandes paredes oscuras ocupaba la mitad de la cuadra. El repique de las gotas en el pavimento resultaba mágico. Una horda de niños jugaba bajo la lluvia, alguno lloraba al quedar excluido del grupo. Siracusa se enjugó los ojos, nunca había derramado una lágrima, ni siquiera cuando murieron sus padres. Giuseppe se paralizó frente a las gradas que subían al corredor del edificio.

  —¿Qué pasa? —preguntó la niña.

  —Hasta aquí llega mi camino, Cereza.

  —No entiendo.

  —Sus padres le pidieron venir hasta aquí, lo que haya ahí adentro es sólo para usted. Me despido, Cereza —le estrechó la mano.

   Acompañado por sus fieles, Giuseppe desapareció al doblar por una esquina.

   Una sensación se hizo nudo en el pecho de Siracusa, como si fuera a extrañar a aquel viejo. Sin dejar que eso opacara sus intenciones, subió hasta alcanzar el atrio principal. Las puertas estaban cerradas, tal como lo preveía. Cabizbaja, se sentó sobre una pila de ladrillos. Al fondo de la calle, el ruido de muchos vehículos, seguido de vítores. Los niños salieron despavoridos perdiéndose entre los callejones. Corrió para ocultarse tras las columnas que sostenían el tejado. Una de sus piernas se hundió en el piso, luego su cuerpo, cayendo por un agujero. Tumbada en el polvoriento suelo, un objeto brillante había llamado su atención. Era una llave. Al frente, sobre la pared, había una cerradura. Introdujo la llave en el cerrojo, la pared se abrió como una puerta, dejando al descubierto un túnel que se alargaba hacia la oscuridad.

   Caminó con cautela. La oscuridad cegó su visión. Siguió hasta sentir que el calor atenazó su cuerpo. Había llegado a un salón gigantesco, lleno de libros y máquinas. La luz del día caía desde lo alto de la bóveda de vidrio, la lluvia se deslizaba por ella. Un golpe tras ella: el túnel había sido sellado por un armario lleno de monitores. Sobre el centro del salón, rodeado por una alfombra, se alzaba una fuente hecha de cristales. Siracusa caminó hacia ella. Al pisar la alfombra, los cristales emitieron una luz azulada, luego un domo de vidrio la encerró. La pequeña temió, gritando con todas sus fuerzas. La fuente expulsó una bandeja con un molde cilíndrico. Siracusa recordó el artefacto que llevaba bajo sus ropas, depositándolo en el molde. Al calzar con éste, los vidrios que la rodeaban descendieron.

  —¡Eureka!                              

   Quedó paralizada al escuchar una voz fantasmal.

   La figura de una mujer con alas sobre su espalda, se materializó frente a su inquieta mirada.

  —Soy el Hada Azul —le dijo.

  —Yo soy Siracusa.

   Las piernas le temblaban. Dentro de su pecho sentía una bomba.

  —¿Qué puedo ofrecerte?

  —Antes necesito saber qué eres.

  —Un hada.

  —Las hadas no existen.

  —Si me ve y me escucha entonces soy lo suficientemente real.

   Los labios del Hada Azul se arquearon.

  —No para los humanos —repelió Siracusa.

  —Nunca he visto un humano. Sé lo que son y cómo son, pero nunca he visto uno.

  —Yo soy humana.

  —No lo eres. No veo patrones agresivos en tu conducta.

   Harta de la discusión sin sentido, Siracusa fue al grano.

  —Antes preguntaste qué podías ofrecerme.

  —Puedo ofrecerte la verdad.

  —¿Qué verdad?

  —Miles de archivos que han almacenado en mi memoria, muchos de esos archivos corresponden a la historia de éste lugar —repuso el hada.

  —Necesito saber qué fue lo que ocurrió hace más de treinta y cinco años en la isla.

  —¿Por qué lo necesitas?

  —Es importante para detener la miseria en la que vivimos sus habitantes.

  —Las cosas no cambiarán mucho aunque te responda eso. Ustedes viven bajo un sistema programado para la competitividad, prácticamente son depredadores. El problema no es el hambre.

  —¡Sólo quiero la verdad!

   Tras el Hada Azul, se encendió una dantesca pantalla. Las imágenes en ella resultaban irreales para Siracusa: gente caminando a la libre por las calles, algunos comían en restaurantes y manejaban vehículos. Había mucho movimiento en los edificios, pero luego observó que otros que dormían a la intemperie y buscaban comida en los basureros, estos le resultaron familiares.

  —Así era el mundo hace treinta y cinco años, el hambre siempre ha existido, como lo notaste. Todo fue empeorando cuando la gente empezó a buscar nuevas formas para que la vida les fuera más sencilla. Compañías fabricantes de software avanzado, iniciaron investigaciones muy puntuales en los campos de la robótica y la inteligencia artificial. Dos años después la humanidad gozaba de la primera simulación cercana a un ser humano, su nombre fue Jonás, podía realizar cualquier tarea que se le dictara, la demanda fue alta y muchas copias se fabricaron.

   Siracusa observó la imagen de varios hombres idénticos que caminaban por las calles y realizaban todo lo que las demás personas realizaban.

   El Hada contó que tres años después de la fabricación de Jonás se dieron las primeras fallas. Un grupo de hackers insertó en la computadora matriz un programa de libre albedrío, los androides no lograban diferenciar lo bueno o malo de sus acciones, entonces fueron detenidos para reciclarlos y modificarlos. Un año después, la misma empresa que fabricó a Jonás, anunció un nuevo modelo, inmune a programas que no fueran compatibles con su sistema, más «humano» ahora había una versión femenina. Sustituyeron a muchas personas en sus trabajos y quehaceres diarios, pero tiempo después un empleado de la empresa fabricante, quien había estado a la cabeza del proyecto, vendió información del software a los competidores, fue despedido de inmediato, su venganza no se hizo esperar: infectó al sistema con un virus, una cuarta parte de los androides se rebelaron contra los humanos, las revueltas eran en exceso violentas, entonces los países foráneos interrumpieron sus relaciones comerciales hasta que las cosas se normalizaran, para el gobierno resultó imposible porque no distinguían quienes eran humanos entre los androides.

  —Ya veo, ¿cómo podemos destruirlos?

  —Cuando la segunda generación de androides falló, los ingenieros de la compañía trabajaron duro para restablecer el sistema. Un día advirtieron que uno de los prototipos no había sido infectado, por alguna extraña razón permanecía inmune, poco después descubrieron que tenía una pequeña anomalía dentro de los programas que habían sido almacenados en su memoria; había adquirido cierta autonomía sobre su comportamiento. Los ingenieros descifraron la forma de ingresar a la memoria del singular androide e instalaron una copia del virus que sólo pudiera ser activada mediante un micro sistema de algoritmos basados en un programa al que llamaron Palanca.

  —¿De qué se trata?

  —Una serie de acontecimientos al azar que trabajan simulando los engranes de una gran máquina, empujándose unos a otros, dando forma a un suceso que sea el que determine la causa de otro hasta alcanzar un objetivo.

  —¿Cuál?

  —El Gran Arquitecto, dueño de la empresa y fundador del proyecto, pactó con los ingenieros que la Palanca empujaría al androide hacia el momento oportuno para activar el virus que infectaría el resto de androides.

  —Sólo por curiosidad, ¿cuál es el nombre de tal androide?

   Las alas del hada se abrieron hacia los costados.      

  —Creo que ya lo sabes.

   La niña cayó de rodillas, sintió hundirse en el suelo. Sus manos temblaron. Ahora comprendía muchas cosas, su incapacidad para desarrollar llanto, para comportarse como los demás. Su dolor, pensó, era una simulación barata, igual pasaba con sus miedos. Se recompuso a medias.

  —Todo ha sido falso en mi vida.

  —¿Estás dispuesta a pagar el precio por algo que no podrá evitarse?

  —¿A qué te refieres?

  —Podrán ser destruidos todos los androides, pero sus normas pertenecen a otro sistema, por lo tanto el problema real continuará. Los humanos nunca serán felices ¿para ti qué es la felicidad?

  —Una lágrima.

   La voz de Siracusa fue firme.

  —He terminado —dijo el hada fragmentándose en múltiples rayos luminosos.


   La pequeña sacó la pistola de clavos que guardaba en sus ropas. Apuntó a su cabeza. Sus recuerdos provocaron una sensación de alivio, entonces apretó el disparador. Un hilito rojo manaba del agujero por donde se había alojado el clavo. Sobre una mejilla resbaló una lágrima, al tiempo que en la pantalla apareció la imagen de Arquímedes, bajo ella se leía «androide portador de la palanca».

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